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Reactivar el sentido común: el gran desafío de las ciencias

En un mundo donde las especializaciones acotan el conocimiento, Fernando Véliz Montero reflexiona sobre el desafío de reactivar el sentido común en las ciencias para construir un saber conectado con la realidad y la experiencia cotidiana. “La ciencia es simplemente sentido común en su mejor momento, es decir, rígidamente precisa en la observación y despiadada en la lógica” (Thomas Huxley). Por Fernando Véliz Montero. PhD, autor y coach ontológico. Cuando la narrativa de una ciencia captura a la opinión pública (creencias e imaginario colectivo) sin un razonamiento amplio y consolidado, sino focalizado y especializado en un saber acotado, bajo ese escenario, urge desafiar el ímpetu de los especialistas. Y es la filosofía de Whitehead (científico inglés) la que liga al sentido común, con la abierta experiencia y la esperada imaginación. Y es esta triada la que supera las abstracciones y los relatos especializados y atrapados, muchas veces, en ilusiones voluntaristas (el especialista solo atiende a “su propio surco”… y hay mucho más allá del propio surco). Cuando todo esto ocurre -estar anclado a un surco temático- urge resignificar el debate político y su dimensión filosófica (cuestionamiento continuo) dentro de las ciencias, desde la esencia misma del ser humano y su saber encapsulado y carente de mirada sistémica, en ocasiones. Falencia epistemológica que complica todo análisis posible para tiempos convulsos, como son los actuales.   De esta forma, Whitehead asume que no existen las civilizaciones modelos, sino que cada civilización es un medio de cultura en sí. Y bajo esta perspectiva, la doctora en filosofía, Isabelle Stengers (1949), autora belga de múltiples obras sobre historia y filosofía de las ciencias; académica de filosofía en la Universidad Libre de Bruselas, escribió este libro (Reactivar el sentido común) inspirada desde el legado de Alfred North Whitehead (1861-1947), Matemático y filósofo inglés, para buscar una conexión mayor entre el mundo científico, la sociedad y el anhelado sentido común. Bajo este escenario, la autora belga encuentra en Whitehead la recuperación del sentido común, entendido como un volver a la experiencia que se libera de falsas abstracciones, y que se revierte sobre el asombro ante el sentido de las cosas y la reflexión por su significado. Stengers descubre en la postergada obra de Whitehead, una serie de dimensiones que persiguen la comprensión ideal entre la filosofía y la ciencia. De esta forma, este riguroso trabajo busca dinamizar la perspectiva y reflexión de las ciencias, rescatando al sentido común como instrumento de percepción y acción en el hacer cotidiano. Y esta búsqueda por el “menor de las sentidos”, aspira también a retomar el accionar de sociedades a ratos superadas, pragmáticas y desconectadas con su propia naturaleza. Por lo mismo, esta quimera que podría resultar el “sentido común”, se transforma en un proceso aún líquido de búsqueda e incorporación identitaria y, desde ahí, el aporte de esta autora se multiplica, dándole nuevamente vida al legado filosófico de Whitehead. A lo que el sociólogo y antropólogo francés, Bruno Latour, destaca: “La contribución esencial de Stengers es habernos devuelto la lección completa de los libros de Whitehead después de tres cuartos de siglo en que han permanecido abandonados”. Un día Whitehead afirmó que vivir la ciencia resultaba toda una aventura. Y esta idea la deslizaba porque la ciencia necesita también de una mirada crítica para repensarse y abordar las cegueras que a ratos la propia disciplina, provoca al interior de sus comunidades expertas. Cuando el sentido común desaparece y lo desconocemos, en ese instante el mundo y sus habitantes se empobrecen, aniquilando toda posible redención. Algo se apaga en nosotros, y es la filosofía el gran puente que le da poder y utilidad al sentido, común desde diálogos resignificados en sus potenciales búsquedas. Bajo esta premisa (salir a buscar), la autora enfatiza: “aquello que parpadea y pone su atención en lo que pasa desapercibido. Y lo desatendido puede ser imaginado. Por eso, la filosofía debe refrenar los ardores de los especialistas y ampliar el campo de la imaginación”, concluye. Una civilización consciente, resulta un colectivo humano con dimensión crítica y autonomía intelectual, categorías que bajo la premisa de la “aventura de las ciencias”, exige muchas veces de conversaciones continuas y asertivas al mundo científico para, de esta forma, evitar colectivos fusionados (opinión pública) en rebaños dóciles y carentes de voz y conocimiento autónomo. Es por esto por lo que, bajo el actual escenario mundial, tensionado y opuesto en muchos aspectos al de Whitehead, urge aprender a vivir sin tanto proceso carente de error para abrazar, sin complejos, nuestro propio sentido común, nuestro propio destino, en último caso. Un ejemplo, la crisis medioambiental: Es inminente el colapso si no hacemos algo al respecto. Se dice que el 2050 es el punto sin retorno de esta crisis. Se prefigura así el desafío de “vivir entre ruinas”. Y hay que decirlo también, son múltiples los criterios, perspectivas y definiciones que hablan de este apreciado y desconocido concepto: “El sentido común es el cálculo aplicado a la vida” (Henri Frédéric Amiel); “El sentido común no es tan común” (Voltaire); “Es de sentido común tomar un método y probarlo. Si falla, admitirlo con franqueza y probar con otro. Pero, sobre todo, intentar algo distinto” (Roosevelt); “El sentido común es la mercancía más ampliamente compartida en el mundo, ya que cada hombre está convencido de que está bien abastecido” (Descartes); “El sentido común viene dado en parte por la educación” (Víctor Hugo); “El sentido común es aquello que juzga las cosas desde otros sentidos” (da Vinci); “En la vida, necesitas muchas más cosas además del talento. Cosas como buenos consejos y sentido común” (Hack Wilson); “Con la edad viene el sentido común y la sabiduría” (Anónimo), entre otros. Por último, “Reactivar el sentido común” (Whitehead en tiempos de debacle y negacionismo), es una obra de NED ediciones, cuenta con 207 páginas y está conformada por cinco vigorosos capítulos, todos comprometidos con la articulación de nuevos propósitos para una vida consciente… y con sentido común.  

Cuando el trabajo se convierte en dolor.

Por Fernando Véliz Montero “Nadie se nos montará encima si no doblamos la espalda”(Martin Luther King) Mi abuelo siempre trabajó, mi padre siempre trabajó, yo no paro de trabajar y, mi hija, en un futuro próximo también tendrá que trabajar. ¡Así es!, la palabra trabajar, este concepto que surge del latín tripaliare, término que viene del tripalium (tres palos), representa un yugo construido con tres pesados maderos de roble en donde siglos atrás se amarraba fuertemente a los esclavos para dominarlos. En aquel tiempo el objetivo estaba definido: quebrar al esclavo desde un continuo agotamiento físico y psicológico. De esta forma, el tripaliare producía dolor en los brazos y las piernas, en la espalda y el cuello y, con esto, el sometimiento era absoluto. En la actualidad, este yugo de pesados maderos sigue metafóricamente presente en el alma de las personas, en su autoestima y ecosistema emocional. Es decir, el trabajo (tripaliare) muchas veces más que nutrirnos y expandirnos como seres humanos, nos atomiza y disminuye, nos agota, jibariza y debilita, haciendo de esta diaria experiencia, un momento complejo para sostener en el tiempo. A modo de ejemplo, en Chile es común hablar de “ir a la pega”, “sacarse la mugre”, “sacarse la cresta”, “estar reventado”, es decir, vivimos para trabajar y muchas veces ésta sola experiencia nos genera dolor, pero nosotros, consciente e inconscientemente, ese dolor lo transformamos en desesperanza aprendida desde un lenguaje que muchas veces invisibiliza y naturaliza la propia contradicción: “así es la vida”, “es lo que me tocó vivir”, “es lo que hay”, “trabajo es trabajo”, etc. Pero ¿qué es lo que nos lleva a experimentar este dolor? Entre otras causas, este divorcio con el trabajo surge muchas veces del mal trato laboral (mobbing), de la desigualdad en los propios salarios, de las extensas jornadas que concluyen en estrés (bornout), de los liderazgos que muchas veces atropellan la dignidad y los derechos de las personas, del miedo constante a ser despedidos por cometer errores, de la tensión generacional (X, Y, Z…), de las prácticas antisindicales, de la robotización y tecnologización del trabajo y la incertidumbre que esto genera, de la brecha salarial en materias de género, de la angustia al futuro (mayores de 40 años), de la volatilidad de los trabajos formales (externalización e inestabilidad), de los problemas de clima organizacional (ambientes tóxicos), de las dolencias de la salud ocupacional (sedentarismo extremo), de la falta de reconocimiento y meritocracia para crecer dentro de las empresas, de los deficientes beneficios, de los sueldos jibarizados que no se nivelan con los años, de los entornos laborales precarios (infraestructura, seguridad, etc.), de la capacitación que muchas veces no suma al crecimiento (ni técnico ni humano), de la exagerada información verticalista que dificulta el diálogo (carencia de escucha), de los constantes cambios (fusiones, reducciones, transformaciones, crisis, etc.), de la escasa participación organizacional desde una tenue democracia interna (cuando existe), de la explosión de las licencias médicas a causa de enfermedades mentales (depresión, trastornos bipolares y ansiosos, alzas de suicidios), de la doble carga de tareas en especial en el caso de la mujer (trabajo y hogar), del mismo trabajo sin sentido (no saber por qué y para qué hacemos lo que hacemos)… en definitiva, son muchas y diversas las razones que hacen de este dolor, un espacio de replanteamiento. Se suma a esta abultada y compleja realidad, que hace ya más de cinco años, las autoridades del Ministerio de Salud daban alerta por la pérdida de días de trabajo (50 mil en total), a causa de las enfermedades mentales de origen laboral. Y planteaban que esta explosión se produjo en el decenio 2002-2012 con un aumento de un 700%. Sumemos a esto la pandemia y su impacto directo en el mundo del trabajo, fenómeno sanitario que fue estudiado el año pasado (2021) por el “Termómetro de la salud mental” (UC y ACHS), y que arrojó como resultado que un 23,6% de los chilenos presentaba indicios o problemas de salud mental (insomnio y estrés). Y de esta cifra, la mitad de los encuestados evaluaban que su estado empeoró con la crisis del Covid (miedo a perder el trabajo, a contagiarse, al futuro incierto, etc.). Por otra parte, el conjunto de estos factores también se nutre con estudios en paralelo como el de IPSOS (2022) que evaluó la felicidad en el país, afirmándose que un 46% de los chilenos se considera “No muy feliz” o “Nada feliz”. En este estudio también se planteó que temas como la salud mental, son de primer orden (59%) dentro de las urgencias del país, y que estas cifras ocupan el segundo lugar a nivel mundial, sólo por debajo de Suecia (63%). En tanto, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT), constantemente están dando presencia a estos temas, exponiendo sus fragilidades desde la inconsistencia del cómo generar organizaciones más sanas, conscientes y cuidadosas con el bienestar de sus trabajadores. Estos organismos internacionales, desde sus propias agendas (salud mental y trabajo decente), abren posibilidades para un debate mayor, en donde es el trabajo y la digna existencia humana, los grandes temas en cuestión. Mientras esto no ocurra, y bajo los actuales entornos VICA (volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad), los escenarios de sobrevivencia y precariedad laboral se mantendrán incólumes en la existencia emocional de los chilenos. Está de más decir que surgirán en el presente y el futuro, múltiples debates sobre la modernización de la gestión, la renovación de los modelos de negocio, la incorporación de la virtualidad en toda dimensión laboral… pero, si no se habla honestamente sobre el cuidado de las personas y la humanización del trabajo desde dimensiones axiológicamente verosímiles, todo potencial discurso no será más que un gesto vacío y banal, frente a un mar de reales urgencias y dolores ancestrales sobre esta materia: la buena vida laboral. “No tengo derecho a decir o hacer nada que disminuya a un hombre ante sí mismo. Lo que importa no es lo que yo pienso de él, sino

Las cosas no cambian; cambiamos nosotros

Cuando escribí “Organizaciones ¡Vivas!” (Gedisa) pude entender que parte del proceso de convivencia de una organización resulta fundamental cuando el reto es dar el giro y transformar, en algo, el cómo nos vivimos a diario la experiencia laboral. Bajo este escenario el sentido de las cosas resulta crucial, es decir, el por qué y el para qué de lo que hacemos. “El cambio por sí solo no cambia nada” (Heráclito). Muchas organizaciones declaran articular procesos transformacionales; diversas compañías enfatizan que, porque tienen modernos software; vanguardistas discursos y eficaces instrumentos tecnológicos, son instituciones flexibles y adaptativas, culturalmente hablando. ¡Craso error! Hablar de transformación cultural, es hablar de agilidad y capacidad para aprender, desaprender y reaprender (Alvin Toffler). Y esta capacidad de cambiar, de mutar y dinamizar el saber presente, nace cuando ya no se habla de “equipos de trabajo”, sino de “comunidades de aprendizaje”. Y esto surge porque la flexibilidad cultural es el resultado de una organización sana desde el campo del relacionamiento; con líderes conscientes, justos y comprometidos con el saber; con una ética organizacional forjada desde la motivación del colectivo; con una dinámica redárquica (inteligencia colectiva) en expansión y fortalecimiento continuo; con la certeza de que informar es dar y comunicar es entenderse; con un diálogo colaborativo, forjado en la confianza, la coordinación de acciones y al servicio de un propósito común… ¡en fin!, porque nos damos cuenta de que la transformación cultural, en el ámbito que se requiera, tiene que surgir de un elemento común: que el propósito del cambio, verdaderamente -NOS- importe. Por otra parte, es relevante enfatizar que los talentos en su globalidad no buscan solo sueldos atractivos, sino también espacios donde poder sumar dinamismo, excelencia, innovación y transformación al fenómeno de la gestión, desde empresas comprometidas y eficaces. Es decir, los talentos ven en todo proceso transformacional una gran posibilidad y, a la vez, también comprenden que la cultura de una organización, muchas veces forjada desde relatos inconsistentes entre el decir y el hacer, producen con el tiempo, espacios laborales refractarios y laxos frente a los entornos BANI (entornos frágiles, quebradizos, ansiosos, no lineales e incomprensibles). Por lo mismo, no es de extrañar los altos índices de fracaso en lo que respecta a los procesos transformacionales de corte tecnológico, como tampoco resulta extraño el comprender que un alto porcentaje de las empresas no cambian, porque sus propios líderes son incapaces de cambiar. “Debes ser el cambio que deseas ver en el mundo” (Gandhi). Pero creo que el tema de fondo es otro, el gran tema es entender que para hablar de transformación cultural hay que hablar de identidad organizacional (quién soy yo como organización, mis valores y creencias) y, desde ahí, escalar a la cultura organizacional (ecosistema axiológico y gnoseológico que se funda en la acción) para, finalmente, articular una reputación organizacional (identidad fundada del ser al hacer) verosímil en el tiempo. Por último, en “Organizaciones ¡Vivas!” (Gedisa), mi último libro, enfatizo que, para transformar a otros, antes debo transformarme yo, como ser humano y colectivo laboral, también. De igual forma, urge habitar el cambio en forma consciente desde todas las aristas posibles (cognitiva, emocional, ética, laboral, corporal, entre otras). Y como expuso un día Viktor Frankl en su aclamado libro, “El Hombre en Búsqueda de Sentido”: “Cuando no somos capaces ya de cambiar una situación, nos enfrentamos al reto de cambiar nosotros mismos”. Fernando Véliz Montero (Chile) Doctor y Magister en Comunicación, Coach Ontológico y autor de “Comunicar”, “Resiliencia Organizacional”, “Organizaciones ¡Vivas!” y “Liderazgo Comunicativo”. Speaker para catorce países de Iberoamérica.

40% de los egresados de programas de educación superior no se sienten preparados para enfrentar los retos actuales

El Panorama Actual La educación superior enfrenta un desafío crucial: equilibrar la creciente demanda de títulos académicos con la necesidad de una formación rigurosa para el mercado global. Según el informe «The Future of Jobs Report 2025» del Foro Económico Mundial, para 2030 se generarán 170 millones de nuevos empleos mientras desaparecerán otros 92 millones. Este panorama subraya la importancia de contar con una formación académica sólida que prepare a los profesionales para liderar cambios estratégicos en sus organizaciones. La Brecha entre Educación y Empleo Un estudio de McKinsey & Company revela que solo el 40% de los egresados globales se sienten preparados para los desafíos laborales actuales. Esta problemática evidencia la importancia de elegir instituciones comprometidas con altos estándares académicos y respaldadas por metodologías educativas de excelencia. El rigor académico impacta directamente en el desempeño laboral y el desarrollo de liderazgo, según Deloitte, aumentando en un 25% las probabilidades de alcanzar posiciones directivas. Transformando la Educación Superior Buró Business School se posiciona como referente regional, comprometido con programas que priorizan el rigor académico y la aplicabilidad práctica. «Nuestra misión es transformar vidas a través de una formación significativa que prepare a los estudiantes para liderar e innovar», explica Giovanni Moran, Director General. Para asegurar la excelencia, la institución selecciona docentes altamente calificados e implementa metodologías innovadoras vinculadas directamente con las demandas del mercado global. Resultados e Impacto Con más de 80,000 profesionales capacitados y 800 programas impartidos, Buró Business School demuestra su compromiso con la formación de líderes preparados. La institución continúa adaptando sus programas para responder a las necesidades actuales, manteniendo su enfoque en la transformación de profesionales que impactan positivamente en sus organizaciones.

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